Mónica Cavallé: Filósofo del año 2022.

MÓNICA CAVALLÉ

Mónica Cavallé es una filósofa española actual, especialista en Historia de las Religiones, nacida en Canarias, pero que ha realizado su gran devenir profesional y científico en la Complutense de Madrid. Nos llama la atención que sus grandes éxitos editoriales no hayan tenido más repercusión en el “gran mundo”. Quizá amalgamar lo bueno que une a los dos grandes hemisferios culturales del planeta (Oriente y Occidente) no haya ayudado. Suponemos que tampoco ha ayudado “cantar las cuarenta” al dogmatismo institucionalizado de la “filosofía especulativa” y del poder imperante perenne que cimenta y designa.

Por eso un autor de culto debe tener su lugar en nuestra pequeña plataforma de divulgación de Ciencias Sociales. El Covid ha permitido tener ese tiempo para poder ahora nombrar con letras mayúsculas a una de las pensadoras españolas más destacadas de todos los tiempos. Y las hay buenas, muy buenas. Pero que amalgamen sabiduría y sanación, sólo conocemos a Mónica Cavallé.

Antes de mencionar su bibliografía, queremos que no se olviden esos escritos, ensayos y disertaciones que nos han abierto ciertas puertas que no conocíamos. Y de todos ellos destacamos “El sentido filosófico de la vida humana”, obra de la que, con toda modestia, se publica un resumen que pretende en todo momento resaltar el esplendor científico de dicho ensayo de forma que se incite a la lectura de la totalidad de dicho escrito que rezuma sabiduría Vedanta Advaita.

Mónica Cavallé
¿Puerta para entrar a conocernos?

De sus libros publicados editorialmente, mencionamos:  

1.- “Arte de vivir, arte de pensar. Introducción al asesoramiento filosófico”. Mónica Cavallé Cruz, Julián Domingo Machado Fernández. (Desclée De Brouwer, 2004). 

2.- “La Filosofía, maestra de vida: respuestas a las inquietudes de la mujer de hoy”. (Aguilar, 2004).

3.- “La sabiduría de la no-dualidad. Una reflexión comparada entre Nisargadatta y Heidegger.” (Kairós, 2008).

4.- “La sabiduría recobrada. Filosofía como terapia.” (Oberón, 2002. En esta exposición siempre nos referiremos a Kairós, 2011). Es un libro de cabecera del Grupo Dolmenia que permite conocer todo un nuevo mundo que está aquí desde el principio de los tiempos. Manual de la “sabiduría sapencial y perenne” o “filosofía permanente”, Mónica Cavallé nos descubre cuando la sabiduría de toda la vida fue sepultada por la “filosofía especulativa” que tras Sócrates se ha impuesto en Occidente como “filosofía oficial”. Por ello, aires frescos como Heráclito, los estoicos romanos, el Maestro Eckhart, Kierkegaard, Nietzsche y Simone Weil…que encandilaban a un tal Einstein, son puertas abiertas a la comprensión. Afortunadamente, el mundo no se acaba en este hemisferio cultural: en otros lares orientales nunca se sepultó al sabio para poner en valor al filósofo estéril, arbitrario y narcisista. El Tao, los herméticos, la Upanishad, el Vedanta Advaita, el Zen (representado con honores por el Sin-sin-ming) han sido puertas abiertas que han permitido la transmisión de fuerzas transformadoras y liberadoras de la realidad.

La faceta orientalista es un gran aporte de Mónica Cavallé a la explicación de la filosofía perenne que supone su obra, y como no podía ser de otra forma, en “La sabiduría recobrada”. Compaginar la vida con lo que nos rodea, siendo capaz de alcanzar un conocimiento que nos ayude, es algo que en los “caucásicos” del siglo XXI no tenemos al alcance de la mano. Lo que es normal en Oriente, en nuestras tierras sólo quedan puertas que nos acercan al camino de la sabiduría. Por eso el bate de béisbol puede ser una buena metáfora de la necesidad de reivindicar todas las fuentes vivas frente al sectarismo impuesto desde hace dos mil cuatrocientos años que nos ha privado en estos momentos de “maremoto” general de una ayuda digna y mejoradora de la especie.

Gracias Profesora Cavallé por su bate de la primera parte y las puertas de la segunda parte de su “Sabiduría Recobrada”. Esperamos próximas publicaciones que nos ayuden a amueblar esas pobres cabecitas nuestras que necesitan puertas, y esperamos éxito a su Escuela y a todos sus proyectos de divulgación.

¿Puerta para salir?

EL SENTIDO FILOSÓFICO DE LA VIDA HUMANA.

Durante muchos siglos la pregunta por el sentido de la vida encontró respuesta,
dentro de nuestro marco cultural, en la existencia de un Creador del Cosmos,
fundamento de todo lo existente, cuyo plan redentor rige la historia global e individual,
garantizando la pervivencia tras la muerte y dotando de un significado particular a la
vida presente, en especial, a sus aspectos más insatisfactorios o dolorosos.

La necesidad de sentido es hoy la misma de siempre, pero ya no resultan
satisfactorias para muchos las respuestas tradicionales de la religión y la filosofía
basadas en dogmas, en mitos orientados a mitigar la angustia existencial y el miedo a la
muerte, o en metarrelatos no corroborados por la experiencia directa. El siglo pasado ha
protagonizado, además, un cuestionamiento progresivo de instituciones y tradiciones
milenarias, lo que ha contribuido igualmente a inocular el fermento de la duda y la
sensación de que todo es incierto y relativo, de que no hay referentes sólidos a los que
atenerse. También han hecho aguas para una mayoría las grandes utopías sociopolíticas
que buscaron llenar el vacío dejado por la crisis de las cosmovisiones tradicionales.

Dos acepciones del término “sentido” en la expresión “sentido de la vida”:


1) El sentido entendido como significado.

Esta acepción de la palabra “sentido” en la expresión “sentido de la vida”, es la más habitual en nuestro contexto cultural, tanto en el marco del lenguaje coloquial como en los contextos filosóficos y religiosos.
El sentido en esta acepción equivale a lo que cada cual se dice a sí mismo sobre desde
dónde viene su vida y hacia dónde va, sobre cuál es la razón de ser, la finalidad o el
propósito de su existencia o sobre el significado que para él tiene lo que en ella
acontece. El sentido como significado es el que casi siempre está implícito en las
respuestas a las preguntas “por qué” y “para qué”, o en enunciaciones del tipo “el
sentido del sufrimiento es…”, etc.
El sentido como significado se expresa en un juicio o una serie de juicios, en una
determinada formulación o explicación discursiva.
Como veremos, las tradiciones sapienciales comparten con buena parte de la
sensibilidad contemporánea que los significados y propósitos pertenecen a la esfera
subjetiva. Comparten también su cuestionamiento del presupuesto de que la vida sólo se
justifica apuntando a algo (una finalidad, un significado) que está más allá de sí misma.

Mónica Cavallé
¿Puerta al cielo?

2) El sentido entendido como dirección.

Toda teoría o creencia sobre el significado de la vida que pretenda tener validez universal y objetiva es intrínsecamente polémica, puede ser aceptada o rechazada. Frente al carácter inevitablemente polémico del sentido entendido como significado, el sentido entendido como dirección, en la expresión “sentido de la vida”, apunta a una mera constatación empírica: la constatación de que la vida es movimiento y de que el movimiento de la vida no es arbitrario, pues sigue una determinada dirección, avanza según un cierto cauce (sin que esté implícito en esta constatación que lo haga para llegar a un determinado lugar o para alcanzar un determinado propósito u objetivo).

El sentido como dirección no puede expresarse en un juicio ni en ninguna
formulación discursiva. Requiere sencillamente ver, mirar.
Esta última acepción del término “sentido” es la habitualmente presente en la
concepción del sentido de la vida de las filosofías sapienciales. En las siguientes
páginas nos adentraremos en esta concepción y para ello retomaremos dos nociones
sapienciales paradigmáticas: Tao, la intuición central del taoísmo primitivo de Lao Tse
(VI-V a. C.) y Chuang Tse (IV a. C.), denominado también taoísmo sapiencial o
taoísmo metafísico para distinguirse del abigarrado y supersticioso taoísmo posterior; y
el Lógos de Heráclito (VI-V a.C.), el primero que otorgó a esta noción una atención
especial en la filosofía griega antigua.
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  1. El sentido objetivo de la vida
    3.1 El sentido invisible
    Hay algo misterioso y solitario que es antes de todo comienzo y final, del cielo y de la tierra.
    Indistinto y completo, silencioso e inmutable, todo lo penetra y abarca sin agotarse,
    y es fuente perpetua de todas las cosas. Se le podría llamar la Madre del mundo,
    pero no conociendo su nombre, lo denomino Tao. (Lao Tse).

La metafísica de Lao Tse y Chuang Tzu orbita en torno a una intuición conceptualmente
inaprensible que es simbolizada con el término Tao. Esta noción tiene diversos
significados, entre ellos, el de sentido, camino, sendero, vía o dirección. El Tao es el
Sentido de la vida, el gran Camino. Es la Inteligencia que da forma y dirección al
proceso de la vida, sin confundirse con él pero sin ser otra cosa que él. Es la fuente, el
cauce, el curso y el fluir de la vida.
Para el taoísmo sapiencial, el Tao no es una hipótesis especulativa. Es evidente.
Su evidencia es el mundo. Se trata, pues, de un Sentido visible y directamente
experimentable, pues es la inteligencia creativa que se expresa en el cosmos y en
nuestra propia interioridad.
El término heracliteano Lógos tiene igualmente diversos significados, siendo
uno de ellos el de sentido.

¿Traspasar el umbral?

El Lógos es el Sentido de la Existencia, la Inteligencia que origina y armoniza el devenir y la dirección y el orden que sigue la existencia en su desenvolvimiento. El Lógos es el fundamento del mundo manifestado y su principio ordenador, y es tanto trascendente como inmanente con relación al mundo: “No hay sino una sola sabiduría: conocer la Inteligencia que gobierna todo penetrando en todo” (Heráclito, fr. 41).
El término Lógos, al igual que el de Tao (un vocablo que algunos han
traducido por Lógos), apunta a la constatación de que la vida es intrínsecamente
inteligente.
Tanto para Lao Tse como para Heráclito la manifestación es cambio, flujo constante del ser al no ser, de lo posible a lo real, un flujo en el que todos los fenómenos son interdependientes y en el que tiene lugar el juego permanente de los opuestos, del yin y del yang. De aquí su común metáfora del fluir del agua. La única constante en el cosmos es el cambio -“No es posible descender dos veces al mismo río (fr. 91)—.
Todo es, por tanto, impermanente, y lo único permanente en este proceso —una permanencia que no ha de entenderse desde parámetros temporales ni como la permanencia de “algo” existente— es el Tao.
La vida es flujo, movimiento; pero un movimiento que acontece en el seno de un no tiempo, de un eterno ahora. “[El sabio] junta todos los tiempos en la pureza de la Unidad” (Chuang Tzu).

El ahora eterno no es la eternidad del Ser enfrentado dualmente al devenir, no es lo eterno opuesto a lo temporal, sino el vacío originario y atemporal en el que el tiempo es y acontece. Esta intuición es común a las tradiciones sapienciales y místicas: “El ahora o el presente incluye todo tiempo. (Ita nunc sive praesentia complicat tempus). El pasado fue presente. El futuro será presente. Luego, no hay nada en el tiempo excepto lo dispuesto en el presente” (Nicolás de Cusa). El pasado es sólo nuestro recuerdo del mismo, el futuro es sólo nuestra anticipación del mismo; y este recuerdo y esta anticipación tienen lugar siempre ahora, en un ahora, por tanto, intemporal, no limitado por el antes y el después.

Tanto la noción de Tao como la de Lógos nos hablan, por consiguiente, de un mundo que no es una creación deliberada y distinta de su fundamento: “Este mundo, el mismo para todos los seres, no lo ha creado ninguno de los dioses o de los hombres” . El Tao no es otra cosa que el mundo, sino su realidad última, fundamento y sustrato; no equivale, por tanto, a un Ser supremo que conscientemente gobierna el universo. Oculto —ama ocultarse, nos decía Heráclito—, “no reclama como suyas sus perfecciones. Ama y nutre todas las cosas pero no domina sobre ellas” (Lao Tse).
Del mismo modo, el Lógos no es un Ser superior ni un principio creador que está por detrás
y por encima de las cosas, sino la afirmación de la unidad de lo real: “Escuchando a la
Razón, y no a mí, es sabio reconocer que lo Uno es todas las cosas”.
Como se deriva de lo anterior, el Tao es el sostén del mundo, pero no propiamente su causa, pues a la Unidad no le competen relaciones. Por otra parte, no tiene sentido hablar de causalidad donde no hay espacio ni tiempo, aunque contenga a estos últimos dentro de sí. En el eterno presente sólo cabe la libertad creativa, la acción sin porqué. “Desde el punto de vista más elevado el mundo no tiene causa”, carece de meta, intención o propósito (unas nociones que sólo tienen sentido en el plano del tiempo, del llegar-a-ser). El Tao actúa sin actuar (wu wei) y sin propósito, sin ningún porqué, como carece de propósito el surgimiento de una onda en un estanque o el de un sueño en la conciencia del soñador. Sencillamente esa es su naturaleza. “Todo es maravillosamente inexplicable”
La manifestación cósmica es inintencional, espontánea y acausal. La espontaneidad originaria o tzu-jan (un término que también significa “naturaleza”) es, para el taoísmo, la naturaleza de la acción del Tao; y por eso el objetivo de la vida humana es igualmente para el taoísmo tzu-jan, la naturalidad o espontaneidad; no la acción que se sujeta a un orden moral prefijado, ni la acción correcta según un determinado modelo, tampoco la acción fruto de la espontaneidad inferior, que es sólo condicionamiento, pasividad y reactividad, sino la acción libre o descondicionada que no pretende nada, ni siquiera ser natural o espontánea, que ya no busca su sentido más allá de sí misma (pues no hay un más allá del momento intemporal) y que se sabe cauce de la acción de Tao.
“Vaciaré yo también mi voluntad para andar sin rumbo alguno, ignorante de mi paradero. Iré y volveré sin saber dónde me voy a detener. Iré y vendré ignorante del término de mis andanzas. Erraré por espacios inmensos.” (Chuang Tzu).

La ateleológica espontaneidad del Tao se expresa por igual en el mundo externo y en nuestra propia interioridad. Decimos que buena parte de nuestras acciones humanas son intencionales porque muchas de ellas son el fruto de una decisión consciente en la que tenemos presente la consecución de ciertos propósitos. Ahora bien, ¿decidimos decidir? ¿Decidimos decidir decidir… y así indefinidamente? En efecto, elegimos hacer lo que queremos, pero no podemos elegir querer lo que queremos. En último término, también la acción y el pensamiento humanos, al igual que la ola en el estanque, sencillamente “suceden” espontánea y ateleológicamente, sin que en su más íntima génesis dichos actos puedan atribuirse a la planificación consciente de un yo individual separado (por más que éste, a posteriori, se asigne la autoría última de la acción).
Para el taoísmo, en el fondo de lo que llamamos actos intencionales y volitivos se revela
igualmente la espontaneidad originaria del Tao, el único actor en toda acción. No hay en
ello ningún determinismo, pues el Tao es el fondo de la naturaleza humana, no algo que
la determine desde más allá de ella. Y no hay ninguna arbitrariedad, pues “El carácter
humano no cuenta con pensamientos inteligentes, pero el divino sí”.

Retornando a la cuestión que nos incumbe, la del sentido filosófico de la existencia humana, de todo lo dicho se sigue que para estas sabidurías no hay dualidad entre la vida y su sentido. El Tao no es una voluntad u orden ajeno al universo e impuesto a éste desde fuera de él. No conlleva el sometimiento de la voluntad humana a otra voluntad. No es una ley moral que el hombre deba obedecer y de la que se puede apartar —“El Tao es aquello de lo que uno no puede desviarse; aquello de lo que uno puede desviarse no es el Tao” (Chung-Yung)
No es un destino al que el ser humano haya de someterse, pues ya “todas las cosas suceden de acuerdo a esta Razón” (fr. 1). Y no hay en ello ningún determinismo (insistimos) porque este último implica una dualidad no presente en estas enseñanzas y porque la libertad de cada cosa es ser lo que ella íntimamente es.
La vida no obtiene su sentido al remitirse o al apuntar a algo distinto de sí
misma. La vida no tiene sentido. La vida es sentido. Por tanto, no hay respuesta a la
pregunta por el sentido de la vida; sólo se puede ser uno con él.
El sentido de la danza cósmica no puede captarse mediante explicaciones, sino a través de la vivencia del ajuste significativo que surge en la entrega consciente a dicha danza. La vida sabia es la vida en conformidad consciente con el Tao. “Obrar de acuerdo a la naturaleza comprendiéndola, es sabiduría” (fr. 112). Esta correspondencia, este ajuste consciente con la realidad —que conlleva la conciencia de que dicho ajuste nunca se dejó de dar—, el abandono de las resistencias mentales a “lo que es”, equivale a la experiencia del sentido de la vida.

“No tengo ese sentido de inseguridad que le hace a usted ansiar el conocimiento. Yo soy
curioso, como un niño es curioso. Pero no hay ansiedad que me haga buscar refugio en
el conocimiento. Por lo tanto, no es de mi incumbencia si renaceré o cuánto durará el
mundo. Estas son preguntas que nacen del temor.” (Nisargadatta).

¿Puertas para pasar a otro lado?

“No hay misterio en la felicidad. (…) El hombre feliz no mira hacia atrás. Vive el
presente. Y ahí está el problema. El presente nunca puede darnos una cosa: sentido. Los
caminos de la felicidad y del sentido no son los mismos. Para encontrar la felicidad, un
hombre sólo necesita vivir en el instante; sólo necesita vivir para el instante. Pero si
quiere sentido (el sentido de sus sueños, de sus secretos, de su vida), deberá rehabitar
el pasado, por oscuro que fuere, y vivir para el futuro, por incierto que sea. Así, la
naturaleza pone a bailar delante de nuestros ojos la felicidad y el sentido, y se limita a
urgirnos a que elijamos una de las dos cosas.”

3.2 El sentido visible
Señalábamos que el sentido entendido como dirección, en la expresión “sentido de la vida”, apunta a la constatación de que todo lo existente se mueve siguiendo una
determinada dirección. Éste, insistimos, es el sentido que aquí nos ocupa, el movimiento
inteligente de la vida, y no los significados basados en creencias o hipótesis teóricas.

Si observamos la vida en todas sus manifestaciones, la existencia en su conjunto y nuestra propia existencia, podemos constatar que la naturaleza de la vida consiste en anhelar más vida, una vida más intensa y plena.
La vida ya tiene un sentido y una dirección que no son diferentes de la misma vida. No se trata, por tanto, de que descubramos el sentido y luego nos ajustemos a él desde más allá de él. El sentido de la vida no es otro que el verdadero sentido y ritmo de la naturaleza de las cosas.

En este proceso creador cuyo sujeto es la Vida en sentido amplio, el ser humano tiene una posición peculiar frente a otras formas de vida. El mundo natural expresa ineludiblemente ese movimiento de la Vida (la tierra gira sobre su propio eje cada día, la semilla llega a ser un frondoso árbol, el ave quiebra el cascarón en el momento justo, y ellos no han de hacer nada por sí mismos para lograr tal cosa). Pero el ser humano no se limita a ser cauce del obrar de la Vida en él, el que le empuja a actualizar todas sus posibilidades latentes, sino que en virtud de su autoconciencia se sabe partícipe de dicho movimiento y colabora conscientemente con él. “Sólo al ser racional le ha sido dado seguir voluntariamente los acontecimientos, pues seguirlos sin más es obligatorio para todos” (Marco Aurelio).
Nuestra comprensión no aumenta porque incorporemos toda la erudición posible, sino cuando asimilamos dicha información activamente, cuando ejercitamos nuestra capacidad de ver, de penetrar en el sentido de las cosas, de pensar por nosotros mismos, de tomar conciencia. Crece y madura nuestra afectividad no en virtud del amor que recibimos, sino del que damos y expresamos.
Para la filosofía estoica, si bien los bienes exteriores y los bienes del cuerpo no siempre dependen de nosotros, sí dependen en toda circunstancia de nosotros las respuestas que damos ante las situaciones externas o internas.
Todo ser humano tiende a su autoafirmación y plenitud ontológicas. Esta es la dirección de la vida en él. Al afirmar esto introducimos en la consideración del sentido existencial la causa final. Pero se trata de una causa final que, si bien define una dirección, no implica proyectar en el futuro la experiencia del sentido, pues el crecimiento vivenciado subjetivamente como plenitud es el movimiento activo de la vida en el presente. Sólo cabe vivir y obrar bien ahora.

Mónica Cavallé
La enseñanza de una puerta de la vida.

El fin del crecimiento es crecer. El fin de la vida es vivir.

“Si alguien durante mil años preguntara a la vida: “¿Por qué vives?”… ésta, si fuera capaz de contestar, no diría sino: “Vivo porque vivo”. Esto se debe a que la vida vive de su propio fondo y brota de lo suyo; por ello, vive sin porqué, justamente porque vive para sí misma. Si alguien preguntara entonces a un hombre veraz, uno que obra desde su propio fondo: “¿Por qué obras tus obras?”… él, si contestara bien, no diría sino: “Obro porque obro.” (Maestro Eckhart).
El aumento de la propia capacidad de obrar es indisociable del aumento de la capacidad de amar, de la capacidad de otorgar a los demás el espacio en que ellos también puedan florecer.
El sentido de la vida y la dinámica real de la vida son idénticos. Por eso sólo cuando nos alineamos con la dinámica de la vida tenemos la experiencia positiva de dicho sentido. Ahora bien, dado que este sentido está siempre presente, puesto que “aquello de lo que uno puede desviarse no es el Tao” (Chung Yung), también la experiencia del sinsentido ha de ser necesariamente una manifestación del sentido de la vida. Y así es. La propia insatisfacción y el sufrimiento humanos son una constatación de que hay en nosotros una suerte de movimiento inteligente que avanza en una determinada dirección, que nos orienta hacia nuestra plenitud y que se expresa en el lenguaje de la insatisfacción o del sufrimiento cuando ese avance se frena. La experiencia dolorosa del sinsentido es, paradójicamente, una experiencia del sentido, pues es un signo de que la demanda de este último es intrínseca a nuestra constitución.
La tristeza, la insatisfacción y carencia de sentido, lejos de ser expresión del sinsentido
de la vida, son una manifestación de la dirección inteligente que hay en ella, de nuestro
impulso hacia la felicidad. El anhelo de sentido es la expresión del Sentido. El sufrimiento es un eco en nuestra vida psíquica de la voz del Lógos, del Sentido de la vida, una manifestación inequívoca de su inteligencia. Este sentido, de nuevo, no es algo abstracto, una mera hipótesis teórica, sino una vivencia concreta y sentida (aunque con frecuencia no reconocida) con la que estamos en contacto directo de continuo.

4.- El sentido subjetivo de la vida

“La felicidad es el buen decurso de la vida.” (Zenón).
Hemos visto que el sentido de la vida coincide con la dirección que define la tendencia al crecimiento intrínseca a toda realidad, y que, dado que la vida ya tiene un sentido, es cuando sintonizamos con el movimiento de la vida en nosotros y coincidimos con él cuando tenemos la experiencia positiva de dicho sentido.
Apuntamos también cómo las tradiciones sapienciales comparten con buena
parte de la sensibilidad contemporánea que los significados y propósitos pertenecen a la
esfera subjetiva.

Descubrir la verdad: ¿Hablamos de su verdad?

“Para Zeus todo es bello, bueno y justo; los hombres, por el contrario, tienen unas cosas
por justas y otras por injustas.” (Heráclito).

“Si se las ve desde el punto de vista del Tao, en las cosas no existe la diferencia entre lo
precioso y lo vil; mirándolas desde el punto de vista de las mismas cosas, cada cosa se
tiene a sí por preciosa y a las demás por viles; mirándolas desde el punto de vista del
sentir mundano, lo precioso y lo vil no están en las cosas mismas [están en la valoración
que se hace de ellas].” (Chuang Tzu).

Desde este supuesto, cabe denominar sentido subjetivo de la vida a la dirección concreta que sigue la vida de cada cual en función de los significados que atribuye a los distintos hechos, situaciones y experiencias. Esta dirección se descubre al observarnos vivir y al advertir que suelen ser siempre las mismas las cosas que nos ilusionan y desilusionan, las que nos dan energía o nos la quitan, las que nos llevan a hacer o a no hacer; al advertir en nuestro modo de tratar a los demás, en nuestros anhelos y temores, esquemas recurrentes. Cada cual otorga, por tanto, una dirección o un sentido particular a su vida, un perfil singular, en el que se dibujan patrones y consignas reconocibles (intentar demostrar que soy o que no soy algo, conseguir esto o lo otro, evitar el esfuerzo o el conflicto, etc.).
Y es que si bien otorgamos una dirección concreta a nuestra vida, esta última,
como hemos venido viendo, tiene ya un sentido y unos ritmos propios, de modo que si
el sentido particular que pretendemos asignarle no respeta ni se ajusta a su sentido
objetivo, habrá sufrimiento, frustración y un sentimiento de falta de realización. Dicho
de otro modo, si nuestra visión de las cosas y nuestras concepciones sobre lo que sea
aceptable o inaceptable son inapropiadas, nos eludirá la experiencia efectiva del sentido,
del ajuste con lo que es. Sentiremos que la vida es absurda o nos maltrata, cuando lo
único errado es nuestra propia visión, nuestras propias concepciones sobre lo bueno y lo
malo, lo razonable o lo irracional.

¿Es toda puerta una vía de escape?
  1. Vivir conforme a la naturaleza o el ajuste del sentido subjetivo al sentido objetivo de la vida.

“Nuestro soberano interior, cuando es conforme a la naturaleza, tiene ante los acontecimientos una actitud tal que siempre se adapta fácilmente a lo dado.” (Marco Aurelio).

Los filosóficos estoicos ofrecen con este fin una pauta tan sencilla como práctica.
Establecen, como ya mencionamos, una diferencia decisiva entre “lo que depende de nosotros” —lo que depende del Principio rector, es decir, aquello que en ningún caso nos puede ser arrebatado y que se resume en el uso correcto de las representaciones, en
nuestra capacidad de interpretar y significar la realidad de un modo u otro, en nuestros
juicios sobre el bien y sobre el mal— y “lo que no depende de nosotros” —todo lo demás: la fama, la aprobación ajena, la salud, la riqueza, la suerte de nuestros seres queridos, etc.—. Y es que si bien los hechos y situaciones de nuestra vida dependen de nosotros en grado variable, lo que siempre está en nuestra mano es cómo interpretemos y signifiquemos esos hechos y situaciones y, por tanto, el tipo de relación que establezcamos con ellos, la actitud con que los afrontemos.

Según Epicteto, aquello que no depende de nosotros es, desde un punto de vista ético, indiferente, no merece ser calificado de bien o de mal; abarca, sin duda, hechos o estados preferibles o indeseables, pero que no tienen la capacidad de afectar a nuestro Principio rector, que no son capaces de tornarnos mejores o peores seres humanos, y sólo aquello que puede incumbir a la parte más noble del ser humano merece el calificativo de verdadero bien o de verdadero mal.
El sentido subjetivo de la vida concuerda con su sentido objetivo, por tanto, cuando elegimos conscientemente situar nuestro bien incondicional sólo en aquello que depende de nosotros.

“No pretendas que los sucesos sucedan como quieres, sino que quiere los sucesos como
suceden y vivirás sereno.” (Epicteto).

“La esencia de la sabiduría es la total aceptación del momento presente, la armonía con
las cosas en el modo en que suceden. Un sabio no quiere que las cosas sean distintas de
como son; él sabe que, considerando todos los factores, las cosas son inevitables. Es
amigo de lo inevitable y, por lo tanto, no sufre. Puede que conozca el dolor, pero éste no
lo alterará. Si puede, hará lo necesario para restablecer el equilibrio perdido, o dejará
que las cosas sigan su curso.” (Nisargadatta).

5.2 La noción filosófica de providencia

Las filosofías sapienciales siempre han invitado a la aceptación serena de lo inevitable,
una actitud que se sustenta en la confianza en la inteligencia rectora de la vida.
De hecho, esta aceptación no es posible sin confianza. Si creemos que las cosas y procesos
de la vida no tienen inteligencia propia, sentiremos que sin nuestro control están
abocadas al sinsentido y al caos y no podremos dejar de manipular a los demás, a la
realidad y a nosotros mismos. Esta confianza arraiga, por tanto, en la intuición del
Lógos, del Tao, del dharma, del Sentido de la vida como un proceso intrínsecamente
inteligente.
La intuición del Lógos está en la base, a su vez, de la noción filosófica de providencia (prónoia), presente en la filosofía antigua y desarrollada particularmente por Sócrates, Platón y la tradición estoica. Esta noción apunta al cuidado del Lógos, expresa la convicción de que la Naturaleza procura a todas las cosas vivientes los medios para conservarse, para hacerse con lo que es conveniente para ellas, para satisfacer su función propia, de modo que puedan alcanzar su fin individual y, a la vez, vivir en armonía y conformidad con el todo.

Aplicada al mundo humano, esta noción parece ingenua y problemática y
despierta objeciones análogas a las que pone Séneca en boca de Lucilio en su diálogo
“Sobre la providencia”: “Me preguntaste, Lucilio, por qué, si la providencia rige el
mundo, suceden algunas desgracias a los hombres buenos”
El cuidado del Lógos en el que Epicteto confiaba no le evitó ser esclavo, humillado, cojo y desterrado, pero se manifestó en que nada de eso le impidió vivir “cantando un himno a la divinidad” (“¿Qué otra cosa puedo hacer yo, un anciano cojo, más que cantar un himno a la divinidad?”
No libró a Sócrates de la calumnia y de la condena injusta, pero se reflejó en su vida en que nada de ello minó su libertad interior y su contento íntimo. Ésta es la naturaleza del cuidado del Lógos cuando nos alineamos conscientemente con él, con su Curso en nosotros.
“Nunca harás reproches a la divinidad ni le reclamarás el despreocuparse de ti si no te
apartas de lo que no depende de nosotros y pones el bien y el mal sólo en lo que
depende de nosotros. Porque si supones que algo de aquello es un bien o un mal, es de
toda necesidad que hagas reproches y odies a los causantes cuando falles en lo que
quieres y vayas a dar en lo que no quieres. Pues todo ser vivo es de ese natural: rehuir y
apartarse de lo que le parece perjudicial y de sus causas e ir en busca de lo beneficioso y
sus causas y admirarlo.” (Epicteto).

Descubrir es vivir.
  1. Conclusión

“Ha sido el hombre quien ha inventado la idea de fin; pues en realidad no hay finalidad alguna.” (Nietzsche)
Esta visión está muy alejada de la que propicia nuestro contexto cultural. Éste nos ha habituado a asociar la experiencia del sentido de la vida a la consecución de una misión especial asociada a la importancia individual y a la orientación hacia el logro futuro.
Propicia el apego a metas, ideales y esperanzas, a las que se subordina buena parte de la acción presente. Se exalta la esperanza y las religiones ofrecen un consuelo sustentado en ella. Para muchos, el sentido de la existencia sólo se alumbra en la orientación a un telos futuro; un telos que, ante el colapso de la muerte, se proyecta en un más allá histórico o supraterrenal.
Las tradiciones filosóficas que he denominado sapienciales coinciden al apuntar
que la genuina experiencia del sentido es la experiencia del Lógos entendido como
fuente y dinámica misma de la vida, en la que de hecho ya estamos insertos, y que, por
tanto, sólo el ajuste con dicha dinámica permite al ser humano alcanzar la experiencia
incondicional del sentido de la vida, la que es independiente de los avatares biográficos
de cada cual.
Este abordaje trasciende la especulación acerca de cuál sea el sentido-significado
de la vida como un todo, y no aporta argumentos teóricos que puedan acallar
superficialmente la sed de sentido, pero que son en realidad meros sucedáneos del
mismo. Tampoco proporciona creencias que la mente pueda utilizar como “trucos” para
propiciar la “aceptación” (por ejemplo, la de que los actos malos se castigarán y los
buenos se premiarán a la medida de nuestras exigencias humanas de justicia, etc.). De
aquí el interés de esta perspectiva para el momento actual, pues confluye con un aspecto
paradigmático del mismo. El relativismo contemporáneo y la crisis de los grandes
sistemas ideológicos y de las tradiciones religiosas han propiciado que ya no haya
sistemas de creencias, instituciones sociales o cosmovisiones incuestionables. El
individuo medio carece de referencias indiscutibles sobre qué sea la realidad y, en
general, de referentes sólidos en los que apoyarse. Pero ya no quiere sucedáneos; ya no
puede dar marcha atrás para retornar al calor de una seguridad que ahora, con la nueva
perspectiva lograda, resultaría ficticia. Y lo que las tradiciones sapienciales ofrecen
como respuesta a la pregunta por el sentido de la vida no es un sistema de creencias
más, ni más promesas de futuro, sino algo que, para la mente que aferra en su búsqueda
de seguridad, resulta muy parecido al vacío.

Pues son muchos los que, insatisfechos con la especulación filosófica sustentada en la opinión y desenraizada de la praxis cotidiana, con las respuestas de las religiones tradicionales y con sus sustitutos banales, como la religión del consumo, no han caído en las garras del cinismo y aún mantienen una confianza inarticulada en el fondo misterioso de la vida, una confianza que no necesita creencias relativas al más allá ni construcciones teóricas siempre inciertas acerca de los porqués y los “paraqués”. Son estas personas las que están redescubriendo las intuiciones perennes de las grandes tradiciones sapienciales.

(Resumen del “El sentido filosófico de la vida humana” de Mónica Cavallé.)